Tiago Manuel Dias Correia se arropó el cuerpo escuálido con una alfombra harapienta y pestilente. Mientras el niño intentaba reposar la cabeza sobre una almohada improvisada, las tripas le anunciaron alto y claro que estaban vacías. Tenía sólo diez años, pero la espalda le dolía de dormir al raso sobre el duro cemento de las calles de Loures, una ciudad perdida en los suburbios de Lisboa.
Hasta que le vencía el sueño, el único alivio que encontraba Tiago para su tormento era dejar volar la imaginación. Y a fantasear se entregaba con toda el alma. En su fantasía recurrente, el chaval se veía de futbolista profesional, iluminando con su arte los clubes más prestigiosos del mundo como Luis Figo, el astro portugués cuya imagen adornaba los periódicos que el niño usaba para protegerse del relente de sus noches.
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