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sábado, 28 de febrero de 2009

El fútbol líquido

Perdonen. Les prometo que este articulito habla de fútbol. De Matthew Le Tissier, por ejemplo: el genio perezoso que nunca quiso dejar su equipo, el Southampton.

Pero antes habrá que mencionar al filósofo polaco Zygmund Bauman y referirse un momento a su exitosa teoría de la sociedad líquida. Bauman afirma que la vieja sociedad sólida, construida sobre bases estables como la familia, el empleo o las instituciones políticas, se ha desvanecido y que la posmodernidad ha roto todos los anclajes. Nos movemos en un entorno precario y cambiante, en el que antiguos valores como la fidelidad, la duración o la renuncia han perdido su significado. Eso es la sociedad líquida. Algunos hablan ya de sociedad gaseosa. Los individuos y las instituciones flotamos a la deriva.

Llegamos a Le Tissier. Fue, y es, el hombre más reverenciado de Southampton, una localidad no especialmente agraciada del sureste inglés. Dedicó al Southampton, un equipo siempre al borde del desastre, su carrera deportiva completa (1985-2002) y una colección de goles increíbles. Le gustaba elevar el balón y golpearlo en el aire, como suele hacerse en la playa (nació en Guernsey, una isla del Canal de la Mancha), y no fallaba un penalti. Lanzó 50 y marcó 49. El día que falló corrió a felicitar al portero: era y es un tipo amable. Le Tissier, que a veces estaba muy gordo y no se distinguía por su rapidez, fue tentado por numerosos clubes. Milan, Chelsea y Tottenham le hicieron ofertas en firme. Ni siquiera contestaba. Sólo fue internacional en ocho ocasiones y tampoco eso pareció importarle mucho.

Matthew Le Tissier fue un futbolista de club. Hasta hace un par de décadas, había al menos uno en cada equipo modesto y, quitando a los fenómenos, que siempre emigraron, alguno de ellos era realmente bueno. Representaban la continuidad y la memoria. ¿Hacemos ahora una lista de los grandes futbolistas de club? Raúl en el Madrid. Puyol en el Barcelona. Gerrard en el Liverpool. Maldini en el Milan. Totti en el Roma. Del Piero, con reparos (ha jugado en otros equipos) en la Juventus. Podríamos añadir algunos más. ¿Se les ocurre alguno en un equipo de aspiraciones limitadas? Queda Tamudo, pero sigue en el Espanyol por pura casualidad: porque el Rangers, que le fichó hace ocho años, le devolvió a Barcelona por razones médicas.

En la sociedad líquida, los grandes jugadores de club y, por extensión, la estabilidad y la memoria constituyen un lujo, una rareza que sólo pueden permitirse las instituciones más solventes.

Le Tissier era ya un veterano cuando el pay per view de Murdoch creó la Premier League, los sueldos se dispararon y el fútbol inglés alcanzó el estado líquido. Pudo vivir al margen del nuevo modelo de negocio. Su caso, hoy, es prácticamente irrepetible. Enjambres de intermediarios flotan sobre las canchas juveniles para llevarse al chico prometedor mucho antes de la mayoría de edad. Ocurre lo que todos sabemos: los clubes fuertes son cada vez más fuertes y los débiles son cada vez más débiles. Y ocurre además lo que decíamos antes: que la continuidad, la memoria, los relevos entre generaciones, son sólo de quien puede pagarlos.

jueves, 12 de febrero de 2009

Los maestros del relato

Hay grandes futbolistas que no saben jugar al fútbol. Y futbolistas mediocres, o poco más, que juegan como los ángeles. Son casos minoritarios, pero existen.

¿En qué consiste saber jugar al fútbol? En conocer el juego, simplemente. En conocerlo desde dentro, en dominar (y anticipar) los movimientos colectivos propios y ajenos, en intuir espacios que aún no existen. En comprender el sentido del relato que se desarrolla durante 90 minutos. En resumen, en saber por qué pasa lo que pasa. Hay grandes futbolistas que ignoran todo eso. Recuerden a Rivaldo, por ejemplo. Tenía, y dentro de lo que cabe mantiene, un toque exquisito, una técnica individual refinada y una notable capacidad para inventar regates y disparos difíciles. No creo, sin embargo, que sea un buen jugador de fútbol. No creo que sepa por qué pasa lo que pasa durante un partido. El fútbol de Rivaldo comienza y acaba en sí mismo.

Otro ejemplo: Beckham, un deportista encomiable en muchos sentidos. Vive en un ambiente que eleva lo pijo a niveles grotescos; cuando salta al campo, sin embargo, se esfuerza como un debutante. Ha sobrevivido a múltiples defunciones futbolísticas y, ya en la decadencia, resulta todavía útil. Ahora bien, es un tipo de una sola jugada y de un solo pie: dobla el tobillo derecho y saca un centro estupendo. Y otro. Y otro. Es una máquina de golpear el balón. Háganle hacer otra cosa, y Beckham naufraga. No alcanza a comprender el intríngulis del juego. Luego están los otros, los que carecen de características sobresalientes, los que no han nacido para acariciar el balón, pero entienden de qué va la cosa. Guardiola, sin ir más lejos. Guardiola fue un futbolista lento, frágil, sin especial talento para el pase larguísimo (comparado con especialistas como Schuster) y sin llegada a puerta. En términos estrictamente técnicos, Guardiola no valía la mitad que Xavi o Pirlo. El talento de Guardiola era, y debe seguir siendo, básicamente mental. Guardiola siempre daba la impresión de saber por qué pasaba lo que pasaba en un partido, y qué había que hacer para que las cosas siguieran igual, o cambiaran a favor de su equipo. Los ritmos, las distancias, los espacios, esos elementos que definen el futuro inmediato de un balón en movimiento, estaban en su cabeza.

Y no es cuestión de centrocampismo. Piensen en Romario, una de las cumbres estéticas del fútbol. Era un tipo que jugaba de espaldas al partido: cuando se procuraba un balón, inventaba un gol. Él se lo guisaba, él se lo comía.

De Hugo Sánchez podría decirse que fue futbolista de una sola jugada, el remate: toque y gol. En realidad, era lo opuesto a Romario: sabía desde dónde partiría el centro, dónde iría a parar y en qué posición y postura debía encontrarse él para tocar y marcar, sin más florituras. Leía el partido y participaba en él como el centrocampista más iluminado. No se perdía ni una línea de la narración, aunque sólo apareciera en la última página. No hubo futbolistas más distintos que Guardiola y Hugo Sánchez. Pero ambos compartían una misma cualidad: cada uno en su estilo, fueron maestros del relato.

lunes, 22 de septiembre de 2008

El hombre que prefería la lluvía


Beckenbauer, por entonces capitán de la selección alemana, invocó al mito el 3 de julio de 1974, minutos antes de que comenzara la semifinal contra Polonia. Puede parecer curioso, pero los alemanes temían más a los rapidísimos polacos que a los holandeses de Cruyff. Diluviaba sobre Frankfurt y parecía obvio hablar de Walter: decir “hace tiempo de Fritz Walter”, en alemán, significa que llueve. Pero había mucho más. Se cumplían casi exactamente 20 años de la final de Berna, y Fritz Walter, el campeón más grande, iba a ver el partido. Beckenbauer reunió a sus compañeros y les habló de Fritz Walter.


Fue un futbolista excepcional, una fiera en cualquier zona del campo. Un Di Stefano, según quienes le vieron. Fue el hombre que dio a Alemania la Copa del Mundo de 1954, con aquella increíble final de Berna contra la gran Hungría. Llovía en Berna, y eso, evidentemente, ayudó.

Pero la grandeza de Fritz Walter superó una simple final, o una simple carrera deportiva. Fue la grandeza de una vida extraordinaria.

Debutó con el Kaiserslautern, el equipo de su ciudad, a los 17 años. A los 19, en 1940, vistió la camiseta internacional en un encuentro amistoso contra Rumanía. Ya había estallado la guerra y la Alemania nazi organizaba partidos con sus aliados. Luego se acabó el fútbol. Fritz Walter fue reclutado, asignado a las fuerzas paracaidistas y lanzado sobre la frontera entre Hungría y Eslovaquia. Le hicieron prisionero y le internaron en un campo de concentración, donde contrajo la malaria. Esa es la razón, bien conocida, de que no pudiera soportar el calor del sol (le subía la fiebre) y prefiriera la lluvia.

Durante el cautiverio, jugó algún partidillo de fútbol con los guardianes húngaros. Cuando llegaron los rusos, para llevarse a los alemanes a un gulag soviético, los guardianes afirmaron que Walter era austríaco. Y le salvaron la vida. Volvió a su país, volvió al fútbol, dio dos ligas (1951 y 1953) al Kaiserslautern y capitaneó la selección de 1954. Venció a los húngaros, pero no les olvidó.

Dos años después, en 1956, los tanques soviéticos tomaron Hungría mientras la selección andaba de gira. Los jugadores se negaron a volver, e iniciaron un triste peregrinaje por Europa occidental: Puskas, Czibor, Kocsis, Hidegkuti y compañía se convirtieron en los Globetrotters del fútbol de posguerra. ¿Saben quién les organizaba amistosos y les prestaba dinero? Fritz Walter, que con casi 40 años seguía siendo el capitán del Kaiserslautern y de Alemania.

Después de la retirada, sin apenas ahorros, declinó las ofertas para convertirse en técnico o directivo. Eligió trabajar en la rehabilitación de presos. Poco antes de morir, en 2002, afirmó que su vida había sido “absolutamente feliz”.

Piensen, por favor, en Fritz Walter cuando llueva sobre el césped. O cuando un futbolista multimillonario se queje por cualquier cosa.

lunes, 15 de septiembre de 2008

El mito del campesino canijo


¿Quieren saber la verdad? Muy pocos equipos italianos han practicado el catenaccio: Milan e Inter, a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. El carácter defensivo y oportunista que solemos atribuir al calcio es sólo un mito. El problema de los mitos (nacionales, deportivos, o de cualquier fenómeno social que requiera un sentimiento de eternidad) es que cuesta mucho cambiarlos.


El catenaccio mítico fue inventado por una sola persona. Se llamaba Gianni Brera, vivió entre 1919 y 1992 y fue el mejor periodista deportivo italiano del siglo XX. Era un tipo brillante, atrabiliario, amante de la polémica y decidido a hacerse escuchar. Examinemos ahora las circunstancias en que Brera inventó (alguien tenía que hacerlo) las leyendas fundacionales del calcio.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, Italia se había convertido en una potencia futbolística, tras vencer en los años treinta (con alguna ayudita de Mussolini) dos Mundiales consecutivos. Poquísimas personas vieron jugar a aquella selección encabezada por Meazza, porque no existía la televisión, así que cada uno se hizo su propia idea.
Terminada la contienda, Italia se había hundido en la miseria. El país, vencedor y vencido a la vez (comenzó en un bando y acabó en el otro), estaba físicamente destruido. Pero quedaba el calcio, e Italia tenía todavía el mejor equipo de Europa, el Gran Torino. Entonces, en 1949, ocurrió la tragedia de Superga: el avión que transportaba al Torino se estrelló contra una montaña cercana a Turín. Nadie ni nada sobrevivió. Tocaba comenzar desde cero.

¿Qué hizo Brera? Desarrollar en sus crónicas la teoría de que el calcio debía adaptarse, como antes de la guerra, a las características nacionales. Tales características no existían, pero Brera echó mano de sus prejuicios de campesino lombardo: los italianos eran, proclamó, un pueblo de canijos mal alimentados, incapaces de competir de igual a igual con los chicarrones del norte. Era necesario, por tanto, aprovechar sus virtudes (astucia, realismo, capacidad de adaptación) y crear un sistema de juego más o menos parecido al yudo: que ataquen ellos, y nosotros encontraremos su punto débil. La aparición del catenaccio, inventado en Suiza por un austríaco, coincidió con la campaña de Brera. La teoría racial del campesino canijo y astuto se ensambló enseguida con el sistema del cerrojo.

Las tesis de Brera permitieron que Italia fuera tirando durante largos años de sequía. El periodista se convirtió en la referencia imprescindible del público, adquirió un prestigio descomunal y se dedicó a sentar cátedra desde sus crónicas en La Gazzetta dello Sport. La inmensa mayoría de los italianos se convencieron de que, en efecto, había que apostar por el posibilismo y el oportunismo, y acabaron convenciéndose de que los éxitos internacionales de antes de la guerra habían llegado por esas vías.

Los mitos, sin embargo, son voraces. Y el mismo Brera acabó reducido a la condición de rehén de su peculiar corpus teórico. Cada semana tenía la obligación de ensañarse con los técnicos audaces y con los jugadores creativos. Su víctima preferida era Gianni Rivera, el futbolista más exquisito de los sesenta. Brera le llamaba de todo, porque no se ajustaba al arquetipo del campesino canijo, astuto y propenso a las mezquindades. Para redondear su propio personaje, Brera sólo se trataba con defensas y con técnicos cerrojistas.
Tras la muerte de Brera, ocurrida en un accidente automovilístico, algunos de sus amigos decidieron revelar ciertos hechos ocultos. Y se supo que Brera admiraba profundamente a Gianni Rivera, y que no se perdía ninguno de sus partidos con el Milan. No había podido admitirlo en vida sin abdicar de toda su obra.

Pep Guardiola nació en 1971. Era un bebé cuando Manuel Vázquez Montalbán, en el vacío teórico de la pretransición política, utilizó su inmenso talento para establecer los dos mitos fundacionales de la Cataluña contemporánea: que la izquierda era compatible con el nacionalismo, y que el FC Barcelona representaba, por razones éticas y estéticas, un atributo esencial para una nación sin Estado. Era la época de Cruyff, y Vázquez Montalbán idealizó las características del holandés eximio para reciclarlas como "tradición estética" barcelonista.

Los mitos se interiorizan y se deforman. Hoy, hasta Eto'o parece convencido de que el Barça encarna un tipo inigualable de elegancia, y que los goles en el Camp Nou valen doble si se marcan de tacón y mirando al tendido. Guardiola, un hombre leído, es sin duda consciente de lo mucho que pesan los mitos.

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