lunes, 15 de diciembre de 2008

El tótem, el equipo y la bandera



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Cuentan los historiadores que el fútbol inició su andadura en la Edad Media, entre campesinos del sur de Inglaterra y que sólo empezó a extenderse por Europa en el siglo XIX. Sin embargo, el origen de las pasiones, la identificación total con el propio equipo y la violencia, casi siempre sólo verbal, que rodean al balompié se remontan a un pasado mucho más lejano. No son muchos los investigadores que han escarbado en este fenómeno social que ha sido y es uno de los más masivos en la última mitad del siglo XX y de lo que llevamos de éste.
Creo que hoy en día los seguidores de dos equipos de fútbol que se disputan todo en un estadio, representan a dos tribus que, simbólicamente, se enfrentan como si fuera una auténtica batalla neolítica. Los héroes son los futbolistas, los más jóvenes, los más fuertes (y también los más caros). Los colores del equipo y la bandera, el tótem que hay que defender del enemigo. Y por el que hay que atacar, porque hasta en el lenguaje la guerra está presente en el césped. Desde partidos internacionales a derbys regionales, siempre se defiende la esencia local. Al fin y al cabo el fútbol es una excusa para sacar de nosotros la raiz de la que procedemos. Enfrentarnos al vecino o rival tiene su morbo, tras más de diez años todos añoramos un Caravaca-Cehegín, y aunque el aficionado no dispute el partido, lo vive como un guerrero más. Yo diria que existen paralelismos entre un ultra con la bandera de su país pintada en la cara, y un guerrero azteca que va a visitar un poblado próximo. En el fútbol amateur no hay maquillajes, ni grandes masas, se trata de otra especie de guerra. Una guerra de desfogue, de insultos antiestresantes, de focalizar la irá contra un pobre personaje de negro, y como no, de defender al pueblo en el que uno ha nacido por encima de todas las cosas.
Cada Domingo al observar al aficionado de Tercera División de nuestra Región, veo que se trata de gente honrada, de pueblo, que arropa a su equipo, animando, presionando al rival, al árbitro e incluso a la madre del entrenador rival. Se transforman durante 90 minutos, como si fueran poseidas su almas por demonios del más allá. Aman a su equipo, quieren verlo crecer, alcanzar grandes gestas, imitar a humildes civilizaciones como la de Lorca, Villareal o Numancia. Con la esperanza aun a flote, se empuñan espada y escudo y se convierten en verdaderos guerreros templarios, en el caso de Caravaca, para defender con valentia a la Cruz por cada campo de fútbol que conquistan. De momento el enemigo, tiene 51 espadazos en el costado, que representan cada uno de los goles del equipo en el campeonato. La estocada final no puede hacerse sin un ejército de aficionados detrás. Nunca se pudo. Si hacemos memoria, nunca estuvo tan cerca nuestro nombre de las estrellas. Aprovechémoslo.

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