Definir qué es el genio resulta complicado porque la naturaleza de lo genial se escapa a las cuadrículas que utilizamos para atribuir el significado de las cosas. Digamos que una definición voluntariosa, y seguramente desacertada, podría ser ésta: el genio es un excéntrico juicioso que produce decisiones imprevistas, sorprendentes, arriesgadas, novedosas y eficaces. Es importante la eficacia porque de lo contrario podríamos encontrarnos ante un tonto, un loco o un iluminado, que es un idiota con delirios de grandeza.
Resultan necesarias todas estas atribuciones. Una por una no definen al genio. Lo imprevisto y lo sorprendente no está al alcance de cualquiera, pero tampoco son cualidades tan escasas. En la mayor parte de los casos figuran entre las características de los excéntricos. Todos tenemos un par de amigos que nos sorprenden tres veces al día, aunque de ninguna manera eso les convierte en genios.
El riesgo y la novedad también son necesarios. Podemos ubicar el riesgo en todos aquellos episodios que exigen una decisión radical y trascendente. Quien la toma sabe que se enfrenta a la gloria o al rechazo, sin término medio y con las apuestas definitivamente en contra. Por sí mismo, el riesgo tampoco es patrimonio de los genios. Ni mucho menos. Muchas de las mayores calamidades de la humanidad han sido provocadas por tarados con un perverso sentido del riesgo. Los megalómanos, en cualquiera de sus vertientes, suelen acreditar esta deficiencia.
No es fácil acopiar lo imprevisto, lo sorprendente y lo arriesgado en un paquete. Reunir estas condiciones exige un grado de elaboración bastante sofisticado, pero no tanto como para garantizar la mano del genio. Aunque los dos son admirables, hay mucha diferencia entre el ingenioso y el genial. Una diferencia sustancial es que el genio nos descubre una realidad absolutamente novedosa y perdurable en la memoria. El ingenioso jamás transforma la realidad. Juega con ella, pero nunca la modifica. Le falta vuelo.
Imprevisión, sorpresa, riesgo y novedad. En ese territorio se mueve el genio con una naturalidad que trastorna al resto de los mortales. El arte, por ejemplo, es un escenario perfecto para esta pequeña raza de elegidos. Del anónimo pero excepcional habitante de Altamira hasta Picasso, pasando por Fidias, Miguel Ángel, Leonardo, Velázquez, Rembrandt y Goya, la evolución del arte es depositaria de los grandes genios. Lo mismo cabe con la ciencia. Y, por qué no, también con el fútbol.
¿Dónde desemboca lo imprevisto, sorprendente, arriesgado y novedoso? En ninguna parte si no resulta trascendente. La banalidad se construye muchas veces con decisiones que tienen grandes ingredientes, pero mal repartidos. El fútbol está lleno de trivialidades brillantes. En el mejor de los casos, alegran el ojo, pero nada más. Hay otra categoría superior, la que corresponde a las jugadas maravillosas que derivan en el gol. Es decir, son trascendentales. ¿Cómo separarlas de las verdaderamente geniales? Porque les falta alguno de los elementos anteriores. Generalmente les sobra inteligencia y destreza, pero no suelen contener el aditivo final: la absoluta novedad.
Después de siglo y medio de fútbol, no debería quedar espacio para lo nunca visto. Por fortuna, no es así. Todavía hay lugar para los genios, para sus novedosas, eficaces y trascendentales creaciones. No los confundamos con los inteligentes, aunque la inteligencia es tan necesaria como la osadía para producir una genialidad. Una figura recurrente del fútbol es la del genio inconsistente, bipolar, autodestructivo, discutido y aventurero. No son las características del estable, funcional, elogiado y nada aventurero futbolista inteligente. Por supuesto, es infinitamente más aconsejable construir un equipo sobre el inteligente que sobre el genio, pero qué sería del fútbol si no hubiera un espacio para lo insospechado.
Poco a poco desembocamos en Riazor y en Guti, y en la jugada que le define como futbolista. De lo otro, de muchas de sus imperdonables actuaciones, ya se habla mucho y en muchos foros, en ocasiones por parte de mediocres que solo pueden imaginar un mundo elemental, aburrido y triste. Pero esta vez podemos disfrutarlo como el excéntrico juicioso –la osadía del taconazo aclara todavía más la posibilidad del gol- que produce una decisión imprevista –no figuraba en ningún guión-, sorprendente –todavía genera incredulidad-, arriesgada –prefirió la menos convencional de las soluciones en un momento decisivo para su equipo-, novedosa –no hay precedentes conocidos- y eficaz –terminó en gol-. Ese fue Guti. Un genio.
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